sábado, 22 de agosto de 2009

Anticristo


Si algo caracteriza a Lars von Trier es el intento de crear un cine inusual, que escape a la maldición de lo manido obviando recursos discursivos tópicos. Ya sea a través del preciosismo de El elemento del crimen o gracias a propuestas primitivistas (Los idiotas), no podemos negar que el cine de Lars von Trier atrae por su condición de opción alternativa, radicalmente original y, por ende, diferente. Quizás sea también por ello por lo que su obra repele a buena parte de un público y de una crítica que entienden la exploración artística como un intento condenable en tanto en cuanto ejercicio de autoproclamación de cineasta genial, de falta de modestia. Es obvio que quien esto escribe prefiere sin embargo a los cineastas con marcada personalidad, que optan por romper esos moldes creados por repetición y convención aun a riesgo de facturar el más absoluto de los desastres. Pero, claro, sin este curioso tipo de artista experimental no tendríamos ni Un perro andaluz de Buñuel, ni La dama de Sanghai de Welles, ni el Vértigo de Hitchcock, ni la Persona de Bergman, ni el 2001 de Kubrick o el Sacrificio de Tarkovsky (a quien, por cierto, está dedicada la película de la que vamos a tratar). Qué quieren que les diga, no reniego de una película para pasar el rato como Virgen a los cuarenta, pero si me dan a elegir entre ésta o el Inland Empire de Lynch…


Dicho lo anterior, si algo comenzaría diciendo de Anticristo es que es una película de imágenes poderosas, de planos elaborados que cautivan o impactan, sin caer en la vulgaridad: desde su cuidado prólogo en blanco y negro y a cámara lenta (que nos retrotrae al exquisito Lars von Trier de Europa) pasando por sus hermosas imágenes oníricas (en las que late la belleza plástica tanto de El Bosco como de los grandes pintores del periodo romántico) hasta llegar a planos tan perturbadores que parecen rendir culto al “gore” japonés extremo. Anticristo es hermosa por su necesaria pluriformidad estética, por su lógica naturaleza audiovisual postmoderna a pesar de que, por vocación, hunda sus raíces en el cuento folklórico, exponiendo sobre la pantalla los más atávicos de los miedos (de ahí la constante presencia de elementos telúricos).


Lars von Trier nos sirve una película de terror sin sustos, que se aleja de los recursos convencionales (y cansinos) del género, pero no de su poética. Su concepción del horror funciona a un nivel más profundo y complejo, trascendente, de obvias reminiscencias jungianas. Por ello, su ritmo es lento, más cercano al de una elaborada tragedia griega (téngase en cuenta la versión de la Medea de Eurípides que Von Trier facturó para televisión) que al de una película de género al uso.


Al parecer, en Cannes fue abucheada. No comparto los abucheos, pero sí que los entiendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario