lunes, 4 de mayo de 2009

Déjame entrar



“Déjame entrar”. Más o menos era esto lo que decía Chris Sarandon en Noche de miedo, aquella vampírica comedia negra en la que yo (e imagino que muchos otros aficionados) descubrí que una de las normas para que el vampiro penetrara en el hogar era invitarlo a pasar. Pero la reciente propuesta del realizador sueco Tomas Alfredson queda muy lejos de aquella entretenida película de Tom Holland. Déjame entrar es a Noche de miedo lo que Henry: retrato de un asesino es al Scream de Wes Craven. Y llega, además, en un oportuno momento, dando una visión mucho más poética y desgarrada de un mito, el del vampirismo, que se edulcora por momentos con crepusculares fanfarrias púberes. No nos engañemos, Déjame entrar pertenece a ese maravilloso universo fantástico que se aleja sabiamente de los convencionalismos de Hollywood, factoría capitalista hasta la aberración, capaz de generar incluso códigos éticos de representación del horror. Menos mal que todavía hay corazones de artistas en donde germinan las semillas de aquellas flores del mal que otrora compusiera Baudelaire.

Sobrio ejercicio de estilo donde el cuidado encuadre y el ritmo mortecino se imponen al frenesí de lo vacuo, Déjame entrar busca subyugar con un discurso en donde la sangre vuelve a ejercer su fascinante poder de seducción, en donde la violencia trasciende alcanzando cimas de lírica belleza.

Desde La adicción de Abel Ferrara, Déjame entrar es una de las mejores películas de vampiros rodadas, a la altura del Cronos de Guillermo del Toro o del Drácula de Coppola. Una tan delicada como incómoda obra maestra que merece un puesto de cierta importancia en la historia del género.

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