viernes, 9 de enero de 2009

Monsieur Du Welz


Conocí a Fabrice du Welz en la última edición del festival de cine de Sitges. Había oído hablar muy bien de su primera película (Calvaire) y dichos comentarios habían despertado mi interés por Vinyan, su segundo largometraje, que se presentaba en dicho certamen. Sobre el escenario, Du Welz trató de parecer un tipo simpático, como si no quisiera tener que ver con esa imagen de creador europeo reflexivo y preocupado por el logro artístico antes que por su éxito y carrera económica. Escuchándole hablar, uno no se hacía a la idea del producto que el amigo Fabrice había facturado. Su rápido y simpaticón monólogo hubiera sido prefacio perfecto para Hostel 3 o Scream 12, pero no para el largometraje atmosférico y opresivo, casi carente de trama, en el que la mirada del cineasta da el toque de irrealidad preciso para que lo convencional adquiera la trascendencia de un poema malsano. La historia de una madre obsesionada por un hijo perdido tras la devastadora acción de un tsunami y su posterior búsqueda por la selva birmana es un mero pretexto para orquestar un alucinógeno descenso a los infiernos, con ritmo tan calmo como el del corazón a punto de pararse, ritmo del todo ajeno a productos cinematográficos más convencionales. Y es que la verdadera protagonista de Vinyan no es la por otra parte espléndida Emmanuelle Béart, sino esa floresta enigmática que Du Welz no se limita a fotografiar cual bello telón de fondo, sino que reconstruye a través de la magia de su cine dotándola de la fascinante fuerza de lo sublime. Vinyan no es una historia de horror al uso, como tampoco lo eran algunas de las películas gestadas por Luis Buñuel, Federico Fellini o Roman Polansky.

Hace pocos días retomé mi interés por este cineasta. Recuperé su película anterior y la vi de cabo a rabo con una sensación similar a la que me ocasionó el visionado de Oculto, la obra maestra de Michael Haneke. Una vez más, me encontré con un producto genérico totalmente distinto. Si bien algunos influjos son fácilmente rastreables, el curioso “freaknéfilo” que se anime a internarse en los tortuosos vericuetos que nos plantea monsieur Du Welz coincidirá conmigo en que Calvaire tiene personalidad propia, tal que Vinyan. De hecho, es como si ambas películas, a pesar de sus diferencias, formaran un enigmático díptico plagado de imágenes tan potentes como las del mejor cine de David Lynch, Lars von Trier o John Boorman.


Calvaire y Vinyan hablan de personajes que, a la búsqueda de algo, acaban perdidos en un perturbador cosmos tan identificable como ajeno. Un entorno que los terminará seduciendo, pues quizás el infierno no esté en los demás, sino que sean ellos mismos.

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