domingo, 11 de enero de 2009

Mi nombre es Harvey Milk


Y siguen llegándonos las películas con sabor a Óscar. Tras El intercambio (mi favorita, por el momento, junto con Gran Torino) nos llega la biográfica película del controvertido político Harvey Milk, con esa estética tan setentera (visualmente me recordó a Quadrophenia) que tan bien imita Gus Van Sant (al respecto de imitaciones, recuérdese su curiosa adaptación del clásico de Hitchcock: Psicosis).

Tras las herméticas, elegantes y sofisticadas Elephant, Last days y Paranoid Park (ésta última, aún inédita en España), Gus Van Sant retorna a un estilo de cine menos incómodo para el gran público, también menos personal, si bien no llega a los extremos de una de sus más populares y convencionales creaciones: El indomable Will Hunting. Si por algo Mi nombre es Harvey Milk puede resultar revulsiva (marca de fábrica del amigo Gus) no es por la perspectiva elegida a la hora de contar una historia (clave en títulos como los tres susodichos), sino más bien por la historia en sí y el tema, de rabiosa actualidad, que coloca sobre el tapete. Viendo Mi nombre es Harvey Milk, uno tiene la sensación de que las sociedades “avanzadas” siguen estancadas en el mismo debate dialéctico (y no dialéctico). Intolerancia frente a tolerancia. Quienes saben cuál es la verdad y quienes optan por abrazar su felicidad (quizás lo de equivocarse sea de sabios). Quienes creen estar en esa situación privilegiada que les permite guiar a la errada humanidad y quienes, desde la humildad (o incluso la humillación) no tienen a bien seguir esos marcados caminos. El bien, el mal, lo moral, lo inmoral, y, cómo no, ese sacro concepto de pecado son términos con siglos de tradición que, en ocasiones, sustentan segundas intenciones absolutamente falaces. Palabras que vertebran leyes que limitan la naturalidad de las cosas, envenenando la cordialidad de las relaciones humanas. Algunos tan solo pretenden reformularlas con el único propósito de mejorar el mundo, pero, como en el caso de Harvey Milk, acaban pagando sus imperdonables vicios, cuales, paradójicamente, mártires de la más ortodoxa tradición.

Sean Penn, como suele ser habitual en él, borda un papel que es perfecto para alzarse con la ansiada estatuilla, aunque, y este “freaknéfilo” sabe que es casi un sueño, me gustaría fuera entregada a Clint Eastwood por su papel en Gran Torino (si bien todos sabemos que sería premiar toda su carrera como actor).

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